domingo, marzo 12, 2006

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Clemente Romano

Obispo de Roma, cuarto sucesor de Pedro, escribe a finales del siglo I la Carta a los Corintios que comienza con estas palabras: “La Iglesia de Dios que peregrina en Roma a la Iglesia de Dios que peregrina en Corinto”. El motivo de esta Carta es la situación de cisma y de rebeldía que había roto la unidad dentro de la comunidad cristiana de Corinto. Parte del clero más joven había depuesto de sus cargos a quienes legítimamente presidían la iglesia local.

Selección de textos:

Éste es el camino, amados, en el que hemos encontrado nuestra salvación, Jesucristo, el sumo sacerdote de nuestras ofrendas, el defensor y socorro de nuestra debilidad. Por Él fijamos nuestra mirada en las alturas de los cielos, por Él miramos como en un espejo el aspecto inmaculado y poderosísimo de Dios; por Él se han abierto los ojos de nuestro corazón; por Él nuestro pensamiento necio y obscurecido florece a la luz; por Él quiso el Señor que gustásemos del conocimiento inmortal, pues Él siendo resplandor de su grandeza, es tanto mejor que los ángeles cuanto que ha heredado un nombre más excelente (Carta de Clemente a los Corintios, XXXVI, 1-2. Editorial Ciudad Nueva, Madrid, 1994).

Los Apóstoles nos anunciaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo: Jesucristo fue enviado de parte de Dios. Así pues, Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles de parte de Cristo. Los dos envíos fueron ordenados conforme a la voluntad de Dios. Por tanto, después de recibir el mandato, plenamente convencidos por la resurrección de nuestro Señor Jesucristo y confiados en la Palabra de Dios, con la certeza del Espíritu Santo partieron para evangelizar que el Reino de Dios iba a llegar. Consiguientemente, predicando por comarcas y ciudades establecían sus primicias, después de haberlos probado por el Espíritu para obispos y diáconos de los que iban a creer. Pero esto no era nuevo, pues acerca de los obispos y diáconos se escribió hace mucho tiempo. Pues en algún lugar de la Escritura se dice así: “Estableceré a sus obispos en justicia y a sus diáconos en fe” (o.c., XLII, 1-5).

Así pues no consideramos justo que sean arrojados de su ministerio los que fueron establecidos por aquellos (los Apóstoles) o, después, por otros insignes hombres con la conformidad de toda la iglesia y que sirven irreprochablemente al pequeño rebaño de Cristo, con humildad, callada y distinguidamente, alabados durante mucho tiempo por todos (o.c., XLIV, 3).

Hermanos, sed porfiados y celosos respecto a lo que conviene a la salvación. Os habéis inclinado sobre las Sagradas Escrituras, las verdaderas, las inspiradas por el Espíritu Santo (o.c., XLV, 1-2).